El movimiento feminista en la historia y en Chile

Por Lucía Miranda Leibe

Investigadora Programa Participación y Representación con Perspectiva de Género de Flacso-Chile

lucia.miranda@flacsochile.org

 

 

Los movimientos feministas y de mujeres a lo largo de la historia han sido claves para el reconocimiento y la expansión de derechos sociales, políticos y económicos de las mismas (Femenías, 2009; Paxton, 2008) trayendo consigo la importancia de introducir la diferencia de género en la construcción del Estado (MacKinnon, 1989). El desafío principal que dichos movimiento han buscado abordar concierne a la conquista y garantía de derechos para las mujeres en iguales condiciones que sus pares hombres (Jaquette, 2001). Y es que “sin mujeres no hay democracia” (Freidenberg, 2015).

Si se toma conciencia de cómo como la lógica patriarcal ha permeado la realidad social, se puede caer en cuenta la medida en que el papel de las personas en la sociedad ha sido influenciado históricamente a partir de las diferencias de género y las relaciones por dichas diferencia establecidas (MacKinnon, 1985).

El contrato sexual es el primer obstáculo que se identifica para la incorporación de la mujer en política, en calidad igualitaria a sus pares hombres. Dicho acuerdo (tácito) hace referencia a cómo el espacio público ha sido validado para ser ocupado por el hombre, mientras que a la mujer se la confinaba a ocupar el espacio privado (Pateman, 1988).

Es por ello que toda actividad realizada por la mujer que le signifique un aumento de visibilidad pública es, juzgado de forma negativa, lo que evidencia que las instituciones tienen también género (Waylen, 2014).

La progresiva y mayor atención a las diferencias de género, tanto en materia de participación y representación de mujeres como en el abordaje de la política en sí misma, ha permitido dar cuenta del carácter político del género. Por ello se entiende que “las trayectorias de los movimientos de mujeres y la vitalidad de las organizaciones de mujeres son importantes indicadores de qué tan bien las instituciones democráticas funcionan en sus bases” (Jaquette, 2001:113).

En Chile, Elena Caffarena fue emblema y caracterización del movimiento sufragista, quien a través del MEMCH logró promover la necesidad de garantizar el voto de la mujer para las elecciones municipales de 1934 y posteriormente para las elecciones parlamentarias y presidenciales de 1949. De forma sucesiva en el país, los movimientos feministas han sido grandes motores para el progreso de la mujer, como se pudo observar durante la dictadura con sus demandas por el avance de la democracia y la igualdad, bajo el lema “democracia en el país, en la casa y en la cama” (Kirkwood, 1987; Valdés, 2000).

Al día de hoy es factible identificar el proceso gradual y progresivo en el derribo de los obstáculos que las mujeres han encontrado en Chile para acceder en calidad igualitaria a puestos de participación y toma de decisión en comparación con sus pares hombres, hasta llegar hoy día a la aprobación de un proceso constituyente para la elaboración de una nueva constitución por medio de la celebración de una convención constitucional paritaria: la primera en el mundo (Miranda Leibe, 2020).

En 1951 se eligió por primera vez una mujer diputada en Chile, se trataba de Inés Enríquez, del Partido Radical. Pasaron dos años, para que se eligiera la primera senadora: María de la Cruz, del Partido Femenino Chileno. Sin embargo cabe recordar que el pasaje de estas mujeres por dichos cargos no estuvo libre de hostigamientos.

Hoy en día, Chile cuenta con un 22,6% de representación femenina en el Parlamento (un par de puntos porcentuales menos que la media mundial); ha tenido una mujer presidenta en dos ocasiones (2006 y 2014); y, es ejemplo mundial en llevar a cabo un proceso constituyente de forma totalmente paritaria.

Sin embargo, queda mucho para avanzar en términos de proporción paritaria de ocupación de cargos, tanto a nivel comparado con otros países de la región latinoamericana como a nivel mundial. Cuando se analiza a nivel comparado la proporción de mujeres que ocupan puestos de representación, destacan los países nórdicos con un promedio de 42,5% de mujeres ocupando el Parlamento

En términos de promedio regional, los países latinoamericano rondan el 30,7% de mujeres en sus Parlamentos (Observatorio de Género de la CEPAL, 2019). Sin embargo, en la región varios países han alcanzado paridad en sus instituciones representativas, como son los casos de Nicaragua, México y Bolivia; mientras que Chile tiene pendiente un trayecto para alcanzar dichos resultados (Suárez-Cao y Miranda, 2018:19).

Lo anterior deja en evidencia que la ilusión de equidad que pudo generar contar en dos oportunidades con una mujer en la presidencia, así como con un Ministerio paritario (como ocurrió bajo el gobierno de Bachelet 2006-2010); y, haber contado en más de una oportunidad con una mujer en el cargo de presidenta del Senado, se ve empañada con la clara desigualdad que las mujeres viven para acceder a cargos de representación, tanto a nivel nacional como local.

En Chile, la primavera feminista de 2018 también significó un hito no sólo por lo masivo de su capacidad de movilización, sino por evidenciar la persistencia de la violencia de género y discriminación que las mujeres siguen viviendo al interior de la Universidad en pleno siglo XXI (Miranda y Roque, 2019). Queda por tanto un largo recorrido por avanzar.

Diferencia entre movimiento de mujeres y movimiento feminista

La distinción entre movimiento de mujeres o movimiento feminista encuentra su raíz en la identificación de un sexo versus género. Los términos conceptuales respecto de sexo y género (y su diferente carga cultural) van en detrimento de la autonomía de las mujeres. El sexo es la condición biológica que da lugar a que en las especies haya una distinción entre macho y hembra; sin embargo, es cultural la connotación que al género se le da (Kirkwood, 1987:22).

En la política -así como en otras arenas de la sociedad- existe un peso cultural que da por supuesto funciones y maneras de hacer política en función del género, que implica un juicio y carga extra para las mujeres. Para que exista una relación entre el sexo de una persona y su forma de hacer política, debe existir en la base una relación desequilibrada entre géneros e implicar desventajas para uno de ellos (Stiegler, 2009:7). Como decía Julieta Kirkwood (1987:19) el feminismo implica pensarse mujer disidentemente y “si alguna vez el feminismo es ciencia, va a ser primero, ciencia participante”, porque la ambición de separación entre sujeto y objeto de conocimiento es también consecuencia de la visión androcéntrica preponderante de la investigación social.

La diferencia entre movimientos de mujeres y movimientos feministas radica en que los primeros reivindican las diferencias de la mujer respecto del hombre, implicando la reproducción de estereotipos; mientras que los segundos buscan derribar dichos estereotipos, cuestionando las asunciones en torno al género (Beckwith, 2005).

Indicadores relevantes a la hora de abordar el estudio de los Movimientos Sociales con perspectiva de género

La conquista de autonomía por parte de la mujer es clave para comprender el grado de avance que un país puede haber alcanzado respecto del grado de compromiso en materia de equidad de género. La ratificación del tratado de la CEDAW (Protocolo Facultativo de la Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer) por parte de Chile, a finales de 2019, es un factor importante, pues hay que recordar que la misma estaba pendiente desde el año 2000 (Suárez-Cao y Miranda, 2018).

Los movimientos sociales pueden ser evaluados en su capacidad de repercusión por la visibilidad que alcanzan, su capacidad de coordinación para articular demandas y obtener efectiva respuesta (Somma y Medel, 2017; Calle 1997). Los movimientos feministas y de mujeres son probablemente los más antiguos, más visibles y a la vez más vigentes (Castells, 2004; Touraine, 2007). A través de sus demandas han logrado avanzar en el proceso de puesta en cuestión de los mandatos heternormativos relativos a la sexualidad reproductiva y muchos otros aspectos vinculados a la autonomía física, económica y de decisión de la mujer; logrando reivindicar procesos de construcción de identidad que no cabían en las categorías masculinas y clasistas con las que se analizaba otro de los más antiguos movimientos sociales como el movimiento obrero (Lamadrid 2020).

Los períodos de visibilización masiva de los movimientos feministas han sido denominadas en calidad de “ola” y hay trabajos que defienden la institucionalización del mismo (Stoffel, 2008). Sin embargo, dicha noción de “ola” es también criticada por oscurecer un proceso constante y latente de concientización por parte de las feministas de base, a nivel local y comunitario (Staggenborg and Taylor, 2005: 38).

El concepto de “identidad” es también debatido en el contexto de los movimientos sociales; dicha noción ha sido criticada por impedir la comprensión de la diversidad entre las mujeres donde creció el movimiento desde sus inicios (Curiel, 2009; Lamadrid, 2020).

Las autoras más críticas señalan que la representación de este movimiento feminista es hecha en base a un sujeto político considerado esencialista: una mujer blanca, educada y heterosexual, homogenizando las diferencias (Espinosa y Castelli, 2011). Tal debate, en el contexto latinoamericano, supone además, un cuestionamiento a la relación centro periferia (López, 2014; Lamadrid, 2020).

El estudio de los movimientos feministas en la región latinoamericana debe incluir y superar desafíos, tanto teóricos como metodológicos, que permitan reflejar la interseccionalidad que atraviesan los mismos. Desafíos que el curso brindado en Flacso-Chile durante el mes de enero 2021 busco revisar e incorporar para un abordaje a conciencia de los movimientos sociales con perspectiva de género, en especial el movimiento feminista.

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